Había que dejar arder todo aquello, Negra.
Prender en candela aquello que ya no es,
Todo eso que nos contrariaba el viento,
lo que se oponía a las tormentas más feroces
con aquellas ínfulas de cují paraguanero.
Luego…
Con el tiempo y como la tierra,
que es sabia,
reverdecer.
Ver las cenizas barridas por el viento
así como se mira a el olvido llegar,
dejar caer esas flores marchitas que habitan tus mejillas,
celebrar tus lagrimas de llovizna, que es tu nombre,
dejarla caer…
Lamentaria, servil a estos llanos arrasados por el dolor,
por el fuego de la memoria infinita.
Había que pegarle candela a éste hogar,
a cada rincón y a cada foto,
a cada sueño engavetado,
a esa empalizada que fue tu amor desperdiciado.
Había que amar esas llamas,
reconocer en el ardor de aquellos suspiros
el placer del que ya no tiene a donde ir,
del que ya no espera,
del que cierra los ojos encabronado de si mismo, ya no del mundo.
Había que quemarnos nosotros dos,
ambos,
juntos, Negra.
Debimos abrazarnos en medio de aquel candelero,
despedirnos de aquellas cosas incineradas con un beso,
quemarnos la lengua en la hiel de cada herida del fuego que fuimos,
abrazarnos esperando que fueses llovizna,
abrazarnos esperando que fuese el Sol.
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